democracia.
Porque el pueblo, a veces, no es más que una horda que se reúne bajo un bonito estandarte alrededor del que todos se sienten mejores. Y a base de gritos, de canciones y festejos, de exhibición de símbolos de hermandad, hace una demostración de fuerza e impone su pensamiento avasallando y arrinconando a los que se atemorizan fácil y no expresan sus pensamientos. De hecho, muchos nos convencemos de nuestra falta de razón a la vista de tanto festejo. En esas reuniones se inflaman fácilmente los corazones y en ese estado de excitación, se exaltan (y solo se aceptan) las virtudes propias e incluso se desparraman los afanes de conquista.
Dicen que la democracia es votar. Yo como buen gallego diría: "depende...". Depende de a quién se pregunta, de qué y cómo se hace, porque yo muchas veces votaría "Sí, pero..." y eso es imposible.
Cada vez me parece más que, para los políticos, la democracia consiste en convencer al mayor número personas para que acepten la voluntad de unos pocos. Así que se dedican, entonando de forma continua sus letanías, a taladrar, a influir todo lo posible por simple agotamiento. De esa forma consiguen imponer sus hojas de ruta, aunque sólo sea por aburrimiento o por evitar el aislamiento. Porque gran parte de los que forman esas mayorías, engruesan esas filas siguiendo a los flautistas hacia lo desconocido, sin pensar, o lo que es peor, pensando que todos los de los alrededores comparten su pensamiento individual y único. Ese pensamiento precioso que poco a poco se va viendo aniquilado por las consignas de los dirigentes que ocupan las primeras filas. Por eso al final todo el mundo repite los mismos mantras que les han transmitido. Y a los que se les agotan las razones recurren a lo patriótico, a lo tribal, a lo legal, a lo justo o a lo constitucional e incluso a lo económico (es que el bolsillo siempre tira mucho). Y lo que es peor al poder supuestamente emanado del pueblo.
Cuando pienso en todo ello, recuerdo porqué soy del Celta. No es nada en contra de nadie, ni siquiera a favor, no les tengo manía ni a los de Coruña, ni de Albacete, ni de la China. Simplemente, me gusta perder. Soy del Celta para que no se fijaran en mí los grandullones del cole que eran muy brutos y te pegaban, no atendían a razones, y te obligaban a escoger entre blanco o rojo (¿A ti quién te da de comer? ¿Barcelona o Madrid? decían, y yo pensaba: "Mi padre"). Una manera de evitar inmiscuirme en sus estúpidas batallas. Yo soy daltónico, me quedo con el celeste que ese color sí que lo entiendo, sobre todo en el cielo.
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