Uno de mis deportes favoritos es espiar a otros. Me subo en el metro o en el autobús y me fijo en alguien, en lo que lleva en la mano, en como viste o como se mueve. Imagino a qué se dedica, en qué piensa en ese momento, a dónde va, si está contento o triste, si tiene pareja, si ese día ha follado (bien o mal). Lo hago para inspirarme, para buscar personajes de mis relatos, para dejar la mente en blanco. A veces se bajan en la misma parada que yo e imagino que les sigo, siguiendo las instrucciones de un secreto encargo ("Este mensaje se autodestruirá en quince segundos"), aunque rápidamente me desvío hacia mi camino, avergonzado de mi descaro. Luego rara vez los vuelvo a ver, pero sus rostros quedan ahí guardados durante tiempo, cubiertos con un velo. Nunca recuerdo de qué los conozco, nunca sé dónde nos hemos encontrado. Esa mala costumbre mia me ha dado alguna mayúscula sorpresa. Como cuando espié a una bella morena de ojos claros y rasgos levemente caucasianos, senta