Veo la portada y pienso en mi barrio, leo el libro y remomoro un montón de sensaciones sobre la vida en esos barrios periféricos de Barcelona de los años 70 y, aunque el ambiente del libro es tenebroso, a mí me salen muchas luces, esas que entraban por la mañana entre las láminas de las persianes y dejaban ver partículas de polvo suspendidas en el aire, y también oigo sonidos, los del agua cayendo de los lavaderos, de cuando no tenía nadie lavadora o me acuerdo de cuando mi madre nos bañaba dentro de él, calentando el agua en una olla, debíamos ser muy pequeños porque cabíamos dos e incluso nos deslizábamos para caer en el pilón. Todo ello de aroma antiguo, nostálgico y también un poco triste. Van cayendo las páginas y me acuerdo del colegio y de los niños llegando y saliendo en tropel, de los que te acosaban y de los que te apreciaban. De esos niños que se hicieron hombres y de muchos que se perdieron en ese empeño. Recuerdo la inquietud de llevar el dinero del recibo dentro del zap