Veo la portada y pienso en mi barrio, leo el libro y remomoro un montón de sensaciones sobre la vida en esos barrios periféricos de Barcelona de los años 70 y, aunque el ambiente del libro es tenebroso, a mí me salen muchas luces, esas que entraban por la mañana entre las láminas de las persianes y dejaban ver partículas de polvo suspendidas en el aire, y también oigo sonidos, los del agua cayendo de los lavaderos, de cuando no tenía nadie lavadora o me acuerdo de cuando mi madre nos bañaba dentro de él, calentando el agua en una olla, debíamos ser muy pequeños porque cabíamos dos e incluso nos deslizábamos para caer en el pilón. Todo ello de aroma antiguo, nostálgico y también un poco triste.
Van cayendo las páginas y me acuerdo del colegio y de los niños llegando y saliendo en tropel, de los que te acosaban y de los que te apreciaban. De esos niños que se hicieron hombres y de muchos que se perdieron en ese empeño. Recuerdo la inquietud de llevar el dinero del recibo dentro del zapato por si aparecían los "Canillos" o el "Nico" a robármelo.
El autor sabe de lo que habla, o como mínimo lo cuenta casi perfecto, sale de las páginas el aroma de los bares de tapas en domingo, llenos de gente tirando cosas al suelo, boletos o cáscaras de gambas y jugando al dominó o a las cartas, levantando a veces demasiado fuerte las voces, a veces discutiendo, camisas de manga corta, bíceps de camionero.
Aquí estamos ante una novela negra de verdad, pero sin detective ni misterio, sólo con penumbra triste y cercana, tan cercana que hasta me ha causado emoción al terminarla. Mis reverencias al autor que desgrana una historia que si es inventada, lo ha hecho perfecto y si es conocida, ha infiltrado en los renglones todas las ilusiones, alegrías y penas de los que se cargaron las pertenencias a la espalda y cambiando el último billete que poseían, lo intentaron con todo su empeño. Todo se ha diluido en el tiempo, a veces parece no haber sevido para nada.
Benigno F.
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