evasión.
He salido a andar por la que era mi calle favorita hace años. Estaba llena de bancos y edificios públicos, abundaban las embajadas, cines de gran formato, pocos bares y algún restaurante y hotel en su parte más alta. Yo daba vueltas arriba y abajo, mirando la gente, quedandome con los detalles de los edificios, empapándome de aire. Poco a poco no va quedando ni rastro de esos establecimientos. Se mantienen los edificios, algunos tan engalanados que parecen de mentira, aparecen colas interminables de turistas, abundan terrazas, restaurantes y los hoteles crecen se multiplican como setas. Se alternan edificios reales y otros de imitación.
Lo que más me llama la atención es la multiplicación casi neoplásica de tiendas de marcas que evocan otros lares, resuenan nombres familiares a Paris, Nueva York y Londres antes nunca vistas. Muestran sin pudor en sus escaparates prendas, relojes y joyas de precios inalcanzables. Casi todas ellas están vacías. Miento están llenas de tipos con pinta patibularia, tan arreglados que parecen guardaespaldas o delincuentes más que dependientes. En los fondos se vislumbra alguna empleada que más parece modelo que asalariada. Casi todas vacías de clientes o como mucho su número nunca se iguala al de comerciantes. Me pregunto ¿De qué viven? En realidad ¿Venden algo? Quizás simplemente sean decorados de cartón-piedra y los sujetos del interior estén robotizados.
En el exterior de una de ellas está sentado un tipo auténticamente estrafalario. Oriental, vestido con poco tino, coronado por un absurdo gorro de aspecto quechúa. Parece un pedigüeño, un personaje estrambótico más de esta avenida cada vez más parecida a un set cinematográfico. Sorprendentemente uno de esos gorilas le franquea la entrada a una de esas tiendas de joyas, diamantes y piedras preciosas en la que campa a sus anchas.
En realidad esa preciosa avenida se ha convertido en un instrumento más de diversión, un terreno de juego para la práctica de uno de nuestros deportes más modernos: la evasión. La intención de eludir los problemas, esquivar responsabilidades y hacer pasar el tiempo más rápido sin sufirmiento.
Todo eso lo pienso mientras regreso a la pensión en el metro y sólo somos ocho en el vagón y cinco van mirando su móvil, jugando al Candy Crush Saga, al Apalabrados (pecado más venial), o simplemente se les pone cara de imbécil mirando algún mensaje. Algunos van en parejas, mirando su artilugio mejor que sus caras. Los otros dos tienen suficiente edad como para no preocuparse de ello, desvían sus globos hacia el techo o el suelo, sólo se les ven los blancos de las escleróticas.
Y mientras pasa la vida, cruje el tiempo y gran parte de los humanos lo pasamos jugando a este deporte, practicando este subterfugio que nos sirve como pretexto para no hacer caso al día a día. Me pregunto entonces: ¿para que seguir aferrados de formar permanente a algo de lo que nos queremos evadir?
Por lo menos he aprendido una nueva palabra, que aunque no es utilizada en modo verbal por casi nadie, es una acción muy frecuente en este nuestro juego vital. Olvidándonos que como dice Carlos Chaouen: "El hombre que mata el tiempo hace un suicidio"
efugio
He salido a andar por la que era mi calle favorita hace años. Estaba llena de bancos y edificios públicos, abundaban las embajadas, cines de gran formato, pocos bares y algún restaurante y hotel en su parte más alta. Yo daba vueltas arriba y abajo, mirando la gente, quedandome con los detalles de los edificios, empapándome de aire. Poco a poco no va quedando ni rastro de esos establecimientos. Se mantienen los edificios, algunos tan engalanados que parecen de mentira, aparecen colas interminables de turistas, abundan terrazas, restaurantes y los hoteles crecen se multiplican como setas. Se alternan edificios reales y otros de imitación.
Lo que más me llama la atención es la multiplicación casi neoplásica de tiendas de marcas que evocan otros lares, resuenan nombres familiares a Paris, Nueva York y Londres antes nunca vistas. Muestran sin pudor en sus escaparates prendas, relojes y joyas de precios inalcanzables. Casi todas ellas están vacías. Miento están llenas de tipos con pinta patibularia, tan arreglados que parecen guardaespaldas o delincuentes más que dependientes. En los fondos se vislumbra alguna empleada que más parece modelo que asalariada. Casi todas vacías de clientes o como mucho su número nunca se iguala al de comerciantes. Me pregunto ¿De qué viven? En realidad ¿Venden algo? Quizás simplemente sean decorados de cartón-piedra y los sujetos del interior estén robotizados.
En el exterior de una de ellas está sentado un tipo auténticamente estrafalario. Oriental, vestido con poco tino, coronado por un absurdo gorro de aspecto quechúa. Parece un pedigüeño, un personaje estrambótico más de esta avenida cada vez más parecida a un set cinematográfico. Sorprendentemente uno de esos gorilas le franquea la entrada a una de esas tiendas de joyas, diamantes y piedras preciosas en la que campa a sus anchas.
En realidad esa preciosa avenida se ha convertido en un instrumento más de diversión, un terreno de juego para la práctica de uno de nuestros deportes más modernos: la evasión. La intención de eludir los problemas, esquivar responsabilidades y hacer pasar el tiempo más rápido sin sufirmiento.
Todo eso lo pienso mientras regreso a la pensión en el metro y sólo somos ocho en el vagón y cinco van mirando su móvil, jugando al Candy Crush Saga, al Apalabrados (pecado más venial), o simplemente se les pone cara de imbécil mirando algún mensaje. Algunos van en parejas, mirando su artilugio mejor que sus caras. Los otros dos tienen suficiente edad como para no preocuparse de ello, desvían sus globos hacia el techo o el suelo, sólo se les ven los blancos de las escleróticas.
Y mientras pasa la vida, cruje el tiempo y gran parte de los humanos lo pasamos jugando a este deporte, practicando este subterfugio que nos sirve como pretexto para no hacer caso al día a día. Me pregunto entonces: ¿para que seguir aferrados de formar permanente a algo de lo que nos queremos evadir?
Por lo menos he aprendido una nueva palabra, que aunque no es utilizada en modo verbal por casi nadie, es una acción muy frecuente en este nuestro juego vital. Olvidándonos que como dice Carlos Chaouen: "El hombre que mata el tiempo hace un suicidio"
efugio
- subterfugio, evasiva, excusa, pretexto, rodeo, disculpa, justificación
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