Uno de mis deportes favoritos es espiar a otros. Me subo en el metro o en el autobús y me fijo en alguien, en lo que lleva en la mano, en como viste o como se mueve. Imagino a qué se dedica, en qué piensa en ese momento, a dónde va, si está contento o triste, si tiene pareja, si ese día ha follado (bien o mal). Lo hago para inspirarme, para buscar personajes de mis relatos, para dejar la mente en blanco.
A veces se bajan en la misma parada que yo e imagino que les sigo, siguiendo las instrucciones de un secreto encargo ("Este mensaje se autodestruirá en quince segundos"), aunque rápidamente me desvío hacia mi camino, avergonzado de mi descaro. Luego rara vez los vuelvo a ver, pero sus rostros quedan ahí guardados durante tiempo, cubiertos con un velo. Nunca recuerdo de qué los conozco, nunca sé dónde nos hemos encontrado.
Esa mala costumbre mia me ha dado alguna mayúscula sorpresa. Como cuando espié a una bella morena de ojos claros y rasgos levemente caucasianos, sentada bajo mi vista, que no bajaba nunca la mirada, que siguió todo mi trayecto mirándome con poco disimulo, aguantando su posición en el asiento para casi sonreir con osadía cuando no puede sostener el cruce con sus ojos y salí por la puertas correderas asustado, mientras ella giraba la cabeza para mirarme tras el cristal del vagón disparado.
Mi memoria me jugó una mala pasada cuando la volví a encontrar en una oficina a la que acudí para una gestión. No la reconocí. Ella me atendía profesional y seria, casi no decía palabra. Los avatares de la burocracia me hicieron volver por segunda vez. Ella se movía arriba y abajo por el negociado, seguramente consciente de mis ojos clavados en sus caderas. Al sentarse y entregarme los documentos, con una sonrisa me dijo: "Usted vive muy cerca de mí y trabaja muy cerca de aquí. Le he visto varias veces en el metro y en el barrio." Vamos el espía espiado, mi anonimato al descubierto, todo mi disimulo desenmascarado. Sólo acerté a decirle que se equivocaba en cuanto a lo del trabajo. Salí de allí con las piernas temblando, como alma que lleva el diablo y no fue hasta sentarme en el vagón del metro de vuelta cuando recordé haberla atisbado en ese mismo sitio meses antes.
El pasado fin de semana me fijé en un joven de aspecto lozano con un pequeño libro entre las manos. Atuendo y calzado deportivo, mirada seria y algo perdida, grueso anillo sobresaliendo de un dedo, bien peinado. Parecía concentrando sus pensamientos, entrenándolos para una actividad próxima, intentando rememorar algo (o a alguien). Si no fuera que era domingo hubiera pensado que tenía un examen. Abrió el libro para hojearlo y al pasar las páginas pude comprobar que era una Biblia. Imaginé entonces que era un sacerdote, en lucha a espada con sus dudas, pensando en su sermón del día, intentando buscar palabras convencidas para despertar la atención de sus feligreses y convencerles de las verdades de la fe.
Dirigió sus pasos hasta cerca de mi casa. Durante el camino se encontró con varios creyentes que le saludaron con respeto, acarició flequillos de niños, estrechó manos de hombres, sonrió a mujeres y chiquillas. Le cambió la cara a sonrisas y los ojos a certeza. Cruzó sin mirar delante de un grupo de individuos de mala catadura que siempre hacen guardia a la puerta de un bar de lo más tirado, esperando a hacer turbios negocios, sonriendo sus labios desdentados, justo enfrente de un local de una de esas iglesias evangélicas que últimamente proliferan, con un portal que no sabes si es una panadería o un supermercado. Él se introdujo en el templo. Yo tomé el camino contrario. Ellos nos miraron con desprecio a ambos. Se giraron cuchicheando por bajo hacia mi espalda, riéndose de mi seguimiento innecesario, de la falta de predicamento del clérigo y de mi poco convencido apostolado.
Veo que me falta consistencia y pedigree para acompañarles en esa esquina a los descreídos, que todavía no me he deconstruido suficiente para pasar desapercibido como espía y que todavía en algún rincón de la memoria mi espíritu podría creer en algo, que todavía hay un atisbo de esperanza y que (quizás, sólo quizás) no soy todavía un completo desgraciado.
Benigno F.
A veces se bajan en la misma parada que yo e imagino que les sigo, siguiendo las instrucciones de un secreto encargo ("Este mensaje se autodestruirá en quince segundos"), aunque rápidamente me desvío hacia mi camino, avergonzado de mi descaro. Luego rara vez los vuelvo a ver, pero sus rostros quedan ahí guardados durante tiempo, cubiertos con un velo. Nunca recuerdo de qué los conozco, nunca sé dónde nos hemos encontrado.
Esa mala costumbre mia me ha dado alguna mayúscula sorpresa. Como cuando espié a una bella morena de ojos claros y rasgos levemente caucasianos, sentada bajo mi vista, que no bajaba nunca la mirada, que siguió todo mi trayecto mirándome con poco disimulo, aguantando su posición en el asiento para casi sonreir con osadía cuando no puede sostener el cruce con sus ojos y salí por la puertas correderas asustado, mientras ella giraba la cabeza para mirarme tras el cristal del vagón disparado.
Mi memoria me jugó una mala pasada cuando la volví a encontrar en una oficina a la que acudí para una gestión. No la reconocí. Ella me atendía profesional y seria, casi no decía palabra. Los avatares de la burocracia me hicieron volver por segunda vez. Ella se movía arriba y abajo por el negociado, seguramente consciente de mis ojos clavados en sus caderas. Al sentarse y entregarme los documentos, con una sonrisa me dijo: "Usted vive muy cerca de mí y trabaja muy cerca de aquí. Le he visto varias veces en el metro y en el barrio." Vamos el espía espiado, mi anonimato al descubierto, todo mi disimulo desenmascarado. Sólo acerté a decirle que se equivocaba en cuanto a lo del trabajo. Salí de allí con las piernas temblando, como alma que lleva el diablo y no fue hasta sentarme en el vagón del metro de vuelta cuando recordé haberla atisbado en ese mismo sitio meses antes.
El pasado fin de semana me fijé en un joven de aspecto lozano con un pequeño libro entre las manos. Atuendo y calzado deportivo, mirada seria y algo perdida, grueso anillo sobresaliendo de un dedo, bien peinado. Parecía concentrando sus pensamientos, entrenándolos para una actividad próxima, intentando rememorar algo (o a alguien). Si no fuera que era domingo hubiera pensado que tenía un examen. Abrió el libro para hojearlo y al pasar las páginas pude comprobar que era una Biblia. Imaginé entonces que era un sacerdote, en lucha a espada con sus dudas, pensando en su sermón del día, intentando buscar palabras convencidas para despertar la atención de sus feligreses y convencerles de las verdades de la fe.
Dirigió sus pasos hasta cerca de mi casa. Durante el camino se encontró con varios creyentes que le saludaron con respeto, acarició flequillos de niños, estrechó manos de hombres, sonrió a mujeres y chiquillas. Le cambió la cara a sonrisas y los ojos a certeza. Cruzó sin mirar delante de un grupo de individuos de mala catadura que siempre hacen guardia a la puerta de un bar de lo más tirado, esperando a hacer turbios negocios, sonriendo sus labios desdentados, justo enfrente de un local de una de esas iglesias evangélicas que últimamente proliferan, con un portal que no sabes si es una panadería o un supermercado. Él se introdujo en el templo. Yo tomé el camino contrario. Ellos nos miraron con desprecio a ambos. Se giraron cuchicheando por bajo hacia mi espalda, riéndose de mi seguimiento innecesario, de la falta de predicamento del clérigo y de mi poco convencido apostolado.
Veo que me falta consistencia y pedigree para acompañarles en esa esquina a los descreídos, que todavía no me he deconstruido suficiente para pasar desapercibido como espía y que todavía en algún rincón de la memoria mi espíritu podría creer en algo, que todavía hay un atisbo de esperanza y que (quizás, sólo quizás) no soy todavía un completo desgraciado.
Benigno F.
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